Cuando llegamos a cierta edad nuestro deseo es casarnos y formar una familia, fijando nuestros ojos en la persona que nos gusta y que nos hace sentir bien, despertándose un anhelo de estar a su lado y no separarnos jamás. Empezamos a soñar con ese día y lo que será nuestra vida al lado de esa persona que amamos.
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Nuestros oídos se cierran y no escuchamos consejos de nadie, empezamos a ver por los ojos del amado y muchas veces esto hace que nos olvidemos de Dios y de lo que Él quiere para nuestra
vida, y más aún, no le damos el lugar correspondiente en nuestra relación y vamos al matrimonio
sin contar con Él.
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Un matrimonio no se sustenta con un deseo, una ilusión, éste sólo se sustenta si Cristo está en nuestras vidas, el cual nos prepara para una relación perdurable, edificando no una casa sino un hogar basado en el respeto,
amor, pureza, comprensión, lealtad y fidelidad.
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Muchos hogares se han destruido porque nunca dejaron que Él participara, creyendo que sólo el amor o la atracción era suficiente para estar unidos y poder soportar las crisis que todo matrimonio está expuesto a padecer.
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Cuesta ser edificado porque es necesario sacar el material dañado o inservible y poner el material bueno y el que sirva que sólo se consigue cuando Él es nuestro maestro constructor.